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AUTONOMÍA O MUERTE

Apuntes para una nueva interpretación de la Historia de las Naciones Amazónicas en la región central del Perú

Por: Luis Guzmán Palomino


 INTRODUCCIÓN

¿Vale la pena escribir la historia de esas naciones como la hubiesen querido escribir los que desde el siglo XVI lucharon tercamente en defensa de su autonomía? Creemos que sí, toda vez que un destacado sector de intelectuales peruanos y peruanistas orienta sus esfuerzos hacia la reivindicación y defensa de sectores que ciertamente han sido secularmente menospreciados, avasallados y explotados.
Esa historia amerita los mayores esfuerzos. Lo relacionado con la gesta que liderara en el siglo XVIII Juan Santos Atahuallpa cuenta con varios estudios, mas no así el período antecedente de luchas precursoras, existiendo sin embargo varios trabajos publicados con referencias breves.
Para dar una idea de las contradicciones que habrían de generar violencia en el territorio amazónico en el cual intentó asentarse la orden religiosa franciscana, bueno será trazar un cuadro general sobre lo ocurrido desde el momento de la invasión en el siglo XVI hasta el tiempo de Juan Santos Atahuallpa en el siglo XVIII.
La entrada de los conquistadores extranjeros en territorio selvático significó el inicio de la destrucción del proceso de desarrollo autónomo de las poblaciones nativas. Las diferentes naciones selvícolas no tenían ciertamente un desarrollo común, pero en su mayoría tenían un modo de producción comunista primitivo sino esclavista; pre-clasista lo prefiere Stefano Varese. En cualquier caso, la penetración occidental significaría la llegada del total caos para las poblaciones nativas; la pérdida de su identidad cultural y por ende su dominación y explotación por la cultura foránea.
Las versiones de los conquistadores acerca de ese proceso han tratado siempre de justificarlo. Así, se ha dicho que las naciones selvícolas eran bárbaras, pobladas de infieles, etc. Es decir, que por la sencilla razón de haberse desarrollado culturalmente de un modo distinto al occidental, esas naciones podían ser conquistadas y dominadas con justicia. Se aplicó en todo caso las tesis legalizadoras portando las cuales los invasores europeos entraron en América. El absurdo del Requerimiento funcionó también en las selvas; pero la conquista de esta región no fue del todo similar a la de los Andes.
En las primeras entradas a la selva, aquellas que se dan en el tiempo inmediatamente posterior a la conquista del Tahuantinsuyo, el elemento militar es el que predomina y la sujeción de las naciones nativas es casi siempre sangrienta. Mientras que posteriormente, una vez comprobado lo difícil que resulta incursionar en ese desconocido territorio, va a ser el elemento religioso el protagonista del rol preponderante en la conquista. Preponderante pero no único, porque ambos elementos siempre se van a complementar en la tarea.
En cierto modo, el religioso no va a ser conciente entonces de que su entrada en las selvas arrastra consigo todo un proceso de destrucción de la cultura autóctona. Fanático de una doctrina que para él, y el mundo occidental de su tiempo, es la única tabla de redención, va a pugnar, afrontando grandes peligros, por propagandizarla entre aquellos que jamás han oído hablar de ella. El misionero, que así se denomina al religioso que penetra en tierra de infieles, cree además que con la religión lleva las luces de una civilización que sacará a aquellos nativos de su barbarie. Este último rasgo es bastante discutible. Cabe preguntarse si el advenimiento de la civilización occidental significó la llegada de una mejor vida para los selvícolas o acaso su incorporación al mundo occidental produjo su dominación por una cultura foránea, con la consecuente destrucción del mundo que le era propio, de su patria, idioma, creencias, costumbres, historia, etc. ¿Un selvático asimilado a la cultura de dominación, tuvo un rol siquiera medianamente principal dentro de la sociedad a la que fue incorporado o acaso no devino explotado, alienado, desclasado, marginado y limitado en su desarrollo social? Por eso la resistencia de los selvícolas a ser asimilados fue constante, por más que las versiones de los conquistadores traten de soslayarla. Bien escribió el padre José Amich que los más de estos indios sólo eran cristianos de nombre, y solamente se sujetaban por la golosina de las herramientas que les daban los padres... los bárbaros y apóstatas continuamente molestaban a las conversiones.
Todo prueba que muchas de las naciones selváticas que en un principio recibieron pacíficamente a los invasores intentaron poco más tarde la resistencia, una vez sentidos los efectos de la dominación. Los nativos optaron por diferentes estrategias, desde la retirada hasta regiones más apartadas hasta la lucha armada de liberación, si fueron dominadas, o de independencia, si se mantuvieron autónomas. Las naciones con predominio de regímenes esclavistas, las guerreras, fueron las que con más tenacidad combatieron desde un principio la entrada de los viracochas o blancos, siendo exterminadas, perseguidas o empujadas al interior de las selvas, donde se perdió su rastro, como fue el caso de los Manopampas del Paucartambo y Madre de Dios, que en las postrimerías del siglo XVI combatieron a través de una guerra de guerrillas, siempre retirándose, hasta que las crónicas dejaron de mencionarlos. En este caso, las naciones de las versiones occidentales calificaron de más bárbaras fueron, si cabe la expresión, las más patriotas. En tanto que naciones con predominio patriarcal, curacazgos, algunas de ellas fundadas por mitimaes andinos, fueron las que más fácilmente cayeron dominadas, perdurando allí los pueblos fundados por los conquistadores. Muchas veces los curacas se unieron a los conquistadores, recibida la promesa de que les serían respetados sus privilegios.
En el caso de la revolución de Juan Santos Atahuallpa los grupos fieles a los conquistadores van a ser poquísimos y siempre aquellos sobre los cuales se crearon las principales misiones, las cabeceras de frontera.
Muchas de las naciones selvícolas aceptaron la conquista de momento, como algo que no pudieron contrarrestar por lo sorpresiva e incomprensible. El hecho de que hubiese miles de indios bautizados no tuvo trascendencia mayor, pues como cita la fuente franciscana eran sólo cristianos de nombre: se bautizaban por recibir los regalos que cual anzuelo ponían a su vista los frailes.
Con el paso de los años, cimentada la dominación, sobre los pueblos conquistados se plantificaron grandes haciendas, cuyos propietarios eran particulares y no religiosos en gran parte de los casos. El indio selvícola devino siervo. Fue obligado a trabajar para los conquistadores en las chacras, obrajes, construcción de caminos y como guerrero en las nuevas entradas a territorios indómitos. Documentos prueban que existían florecientes haciendas al momento de estallar la rebelión acaudillada por Juan Santos Atahuallpa.
La lectura del testimonio del padre Amich permite apreciar que los religiosos dejaban guerrear con libertad a los selvícolas entre ellos; veían casi sin escándalo las piraterías y esclavitud, que eran prácticas extendidas.
¿Existió -o mejor dicho, surgió- una clase parasitaria con el trastorno de la penetración occidental en las selvas? La respuesta es obvia. Los trabajos eran tareas encargadas exclusivamente a los indios; el ocio y regalo para los conquistadores, fuesen éstos aventureros, militares, civiles o religiosos. Aunque cabe señalar que estos últimos cumplían cierta labor complicada. Sus testimonios hablan de que se ocupaban en enseñar doctrina cristiana a los sometidos. ¿Para qué? ¿Para que no se diesen cuenta de su sometimiento y explotación? Hasta se admiraban los frailes de que los conquistados aprendiesen a rezar en latín, sin decir, lógicamente, que los selvícolas ignoraban lo que recitaban cual eco coral. Se dirá también que los instruían en una cultura superior. ¿Les sirvió ésto de algo a los selvícolas? ¿No hubiese sido mejor permitir su desarrollo autónomo? Era mucho pedir para hombres del siglo XVI, XVII o XVIII. Pero las interrogantes tienen validez hasta hoy. Stefano Varese habla de la solución utópica, poniendo énfasis en la frase de Lamartine: las utopías no son a menudo sino verdades prematuras. Propone el desarrollo autónomo de las naciones selvícolas dentro de un sistema nacional pluralista descentralizador de tipo autogestionario y comunitario. Solución en verdad utópica, en la acepción más conocida de utopía, al menos -y lo que es más grave- ahora, en que todo parece apuntar a la destrucción de las culturas nativas a través del proceso de la llamada integración nacional, con su secuela de desorganización social, económica, cultural y ecológica en las sociedades nativas. Peor aún, cuando se está imponiendo la castellanización masiva de las poblaciones vernáculas.
Hacemos toda esta disquisición a propósito de justificar la resistencia selvícola a la penetración occidental, porque lo que combatieron los nativos fue la transculturización negativa. Es aplicable a la realidad del tiempo de Juan Santos Atahuallpa lo que Stefano Varese dice de la actual: El indio pasa de una sociedad preclasista, que desconoce la explotación y el trabajo alienado, a una sociedad clasista, cuyas condiciones normales son la explotación del trabajo, la competencia personalista, la injusticia, la imposibilidad total y absoluta de llegar a ser escuchado públicamente. Comprendiendo todo ello, Juan Santos Atahuallpa, precursor en la lucha por la construcción de la nueva sociedad peruana, desató su guerra libertaria. No es una alabanza gratuita al caudillo; su programa de lucha, audazmente radical, llegó hasta nosotros a través de los testimonios de quienes lo combatieron.
Conviene describir algunas facetas, fáciles de comprobar, que caracterizaron al intento de conquistar la amazonía, contra lo cual los nativos se alzaron constantemente.
En la mayoría de los casos, los misioneros incursionaban en los territorios a conquistar con fuerte apoyo militar, tanto de españoles como de indios convertidos. Entre estos últimos, como ya dijimos, se imponía un servicio militar obligatorio.
Existía siempre el consentimiento del estado; se ensanchaba con las nuevas entradas el territorio del país dominado. En consecuencia, las tierras conquistadas dejaban de pertenecer a los pobladores que las habitaban desde tiempos inmemoriales y pasaban al dominio del imperialismo extranjero. Testimonio de ello ofrece el padre Amich, hablando de la entrada en tierra de los Cunibos: En señal de posesión, y de haber sido los primeros cristianos que pisaron aquel país, pusieron los nuestros una grande cruz en la plaza, y otras menores en varias calles. Esto ocurría en 1685 y la toma de posesión no sólo corrió a cargo de los religiosos, sino que también la hizo efectiva el jefe militar que los acompañaba, capitán Francisco de la Puente, quien portador del estandarte español pronunció este discurso, inentendible para aquellos que por el mismo eran despojados de sus tierras: En nombre de Dios todopoderoso y de nuestro católico rey don Carlos II, que Dios guarde, tomo posesión de esta tierra, y de la que se halla intermedia desde el puerto de San Luis de Perené, todo el río Paru hasta este pueblo de San Miguel de los Cunibos, y en nombre de Su Majestad -concluyó dirigiéndose a los franciscanos- doy a vuestras paternidades y a su religión espiritual posesión de lo contenido. Parte de los despojados Cunibos, sorprendidos al punto de no comprender en absoluto lo que sucedía, dejaron hacer a los españoles, pero otros desde ya empezaron a mostrarse recelosos y salían a querer matarlos, según relata Amich. Al año siguiente se produjo la toma de posesión efectiva del territorio Cunibo: el día 29 de setiembre del año 1686 llegaron al pueblo de San Miguel de los Cunibos, el padre Fray Antonio Vital, el hermano Juan Navarrete y la demás comitiva que el padre presidente Fray Francisco de la Huerta había despachado con las cuatro canoas de los Cunibos. Habiendo ordenado las cosas como convenía a la enseñanza de aquellos indios, el capitán don Juan Huerta Salcedo, cabo principal de aquella expedición, tomó nuevamente posesión de aquellas tierras en nombre del rey, y asimismo se las dio a los religiosos y a la religión de nuestro padre San Francisco. Esta cita explica varias cosas importantes: la incorporación de un territorio antes libre a la corona española; el reparto de tierras entre los frailes y la imposición de la cultura de dominación, o sea la invasión, conquista, despojo y alienación.
Dice la misma fuente franciscana que los frailes se encargaban del adoctrinamiento de los indios en la nueva religión, mientras que los militares enseñaban política, es decir, a vivir de la manera occidental, abandonando costumbres ancestrales.
Sobre el auxilio de neófitos para la prosecusión de la conquista hay que señalar que aparte del servicio militar obligatorio había otra forma de conseguirlo. Astutamente, los frailes se aprovecharon del odio entre tribus y naciones, ofreciendo su apoyo indistintamente, según su conveniencia, a unos y otros. Así, por citar un caso, los jesuitas se acompañaron de Cunibos para marchar a la represión de los Piros y Campas, que habían resistido la conquista emprendida por la Compañía. Mantenían desde siempre los Cunibos guerra contra los Piros y gustosamente sirvieron a los conquistadores procurándoles bastimentos y hasta construyéndoles navíos, además de servir como guías, cargueros y guerreros.
El caso de los Cunibos es bastante ilustrativo. Antes cabe decir que llegado Juan Santos Atahuallpa esa nación abandonó la alianza con los españoles, haciéndoles desde entonces la guerra. El franciscano Manuel Biedma consiguió el apoyo del curaca Cayá-bay en 1686 y auxilio de treinta canoas con ciento ochenta indios de guerra para entrar en el Ucayali. Aliados españoles y Cunibos combatieron a los Piros, logrando victoria; y en presencia de los frailes, jefes verdaderos de la entrada, los Cunibos cortaron las cabezas de los Piros muertos en combate y en ellas cebaron su crueldad toda la noche, haciendo en ellas mil insultos. Esta vez no había barbarie que criticar, porque gracias a esos auxiliares los españoles se proveyeron de mucho maíz y plátanos de las chácaras de los Piros. Tras la invasión sangrienta, el robo. Así como se piensa en los indefensos misioneros expuestos a las flechas de los salvajes nativos, hay que imaginarse también a las familias de esos selvícolas conquistados tan cruelmente, en los niños, mujeres y ancianos llorando la muerte de sus guerreros, contemplando sus chozas devastadas y sus chácaras saqueadas.
A propósito de las represiones hay que decir que frailes y militares actuaban conjuntamente para castigar todo signo de rebeldía nativa. Particularmente severísima fue la ejecutada en Pangoa y Sonomoro tras el alzamiento de Ignacio Torote en 1737, apenas cinco años antes del estallido de la revolución de Juan Santos Atahuallpa. Se tomaron entonces gran cantidad de prisioneros y los principales fueron condenados a la pena capital, a ser baleados y sus cabezas y manos puestas en los principales caminos en unos palos altos, según relata el franciscano Dionisio Ortiz. Ya que hemos citado a Torote conviene recordar que en su rebelión está claro el ideal libertario. ¿Habría ya tomado contacto con él Juan Santos Atahuallpa? Posiblemente, o tal vez Torote apreció en todo su contenido el proceso de dominación, proclamando que luchaba por la libertad. Según Amich, el líder de 1737 acusó a los frailes de haberles quitado su libertad, con el cuento de sus sermones. Torote, a diferencia de Juan Santos Atahuallpa, sí justificó el exterminio de los frailes, pero murió sin ver triunfante su ideal, al parecer asesinado por neófitos fieles a aquéllos.
Existió también la resistencia nativista religiosa, en la que trabajaron afrontando toda suerte de peligro los sacerdotes indios, mejor conocidos por brujos. De ninguna forma aceptarían ellos la cultura de dominación, porque precisamente eran el sector más afectado, aunque esta no fue la única causa, porque casi siempre fueron los brujos los hombres de mayor cultura. Pudieron entonces preveer los resultados funestos de la invasión extranjera, como Vila Oma predijo en los Andes las consecuencias que derivarían de la presencia de los Pizarro, no siendo, Vila Oma como los brujos selváticos, escuchados a tiempo. En las crónicas franciscanas se ignora casi siempre esa actividad de resistencia que encabezaron los sacerdotes nativos; en todo caso, parece que gustaron llamarles el común enemigo. Así por ejemplo, poco antes de la aparición de Juan Santos Atahuallpa, según relato de Amich, los Campas de Andamarca se habían retirado a los montes, o recelosos de algún mal tratamiento, o sugeridos por el común enemigo, que los tenía engañados con el pretexto de la libertad. Para los frailes la libertad no contaba. A semejanza de los andinos, los sacerdotes selváticos decían que el abandono de la religión propia era origen de todos los males que sobrevinieron con la entrada de los viracochas, principalmente epidemias. Estas, frecuentes en ambas regiones, diezmaron a la población nativa. La idea de mesianismo, del retorno al tiempo antiguo de la autonomía era desarrollada principalmente por ese sector de la resistencia, siendo aceptada por la mayoría de los nativos, que sólo esperaban la llegada del salvador, del que volvería a poner las cosas en orden. Juan Santos Atahuallpa obtuvo pronto acatamiento de todas las naciones selvícolas de la selva central a su llamado justamente porque supo aprovechar esa creencia mesiánica, proclamándose el Mesías esperado. El opoyo de algunos sectores serranos, como el caso de los indios de Chanchamayo, obedeció también a ese motivo, como diremos a su tiempo.
No es fácil creer que los selváticos aceptaran alegremente la servidumbre, como insisten en señalar las versiones franciscanas. Ellos eran empleados por familias y naciones (en) abrir nuevos caminos con incansable fatiga, ya rompiendo quebradas y vadeando ríos, ya cortando gruesos árboles para formar puentes; pero al llegar a la puna era mayor su tormento, porque como estaban habituados a los calores de la montaña, al llegar a los temperamentos fríos desfallec(ían) y enferma(ban)... ¡Cuántas veces llegaban aquellos pobres indios mojados de los aguaceros a aquellas punas, sin tener para su descanso más cama que las heladas ciénagas! ¡Cuántas ocasiones les cogieron en dichos parajes rigurosas nevadas, cuyo frío les ponía a término de expirar llorando como niños y atravesando de compasión el corazón... Hasta parece que copiáramos el relato de un opositor de tales forzosos traslados, pero el autor que transcribimos es el franciscano Amich. Muy a su pesar, los sometidos abandonaban sus originales pueblos y morían durante los traslados, por hambre, frío, durante las luchas de conquista y también por querencia insatisfecha. Cuando podían, los selváticos huían de la sujeción de los cristianos, para volver a las antiguas anchuras de su bárbara libertad -según anota un misionero-, no queriendo ya salir de ella, y por no sujetarse al racional comercio y sociedad... temerosos del trabajo de los caminos, no habiendo forma de poderlos sacar de sus chácaras, montes y brutales rancherías. Como repetimos, para los conquistadores poca importancia tenía el derecho a la libertad por el cual siempre lucharon los selvícolas. Criticable que autores como Amich los calificasen de bestias por huir de la sujección de los corregidores y curas, para estar a su libertad sin apremio.
Otro rasgo de la explotación del indio era el obligarlo a tributar. Incluso los frailes impusieron esta costumbre. Aparte de estar recitando la doctrina de dominación gran parte del día, el misionero vivía cómodamente, como miembro de la clase dominante. Como indica Amich, nada le faltaba para el sustento y decencia: Para el sustento de los religiosos esta(ba) puesto en práctica que todas las familias, alternando un barrio cada día, tra(jeran)... limosna de lo que produc(ían) sus chácaras. Unos tra(ían) yucas, otros plátanos, otros maíz tierno, frutas y otras cosas; de suerte que el padre conversor en lo económico viv(ía) con decente provisión, sin que (fuese) necesario acudirle de la sierra.
También es importante señalar el hecho de que para el conquistador, principalmente religioso, el selvático era un ser inferior, de mentalidad infantil, al que había que tratarlo con mucho tacto, paternalistamente. Había pues un desprecio por la calidad humana del indio, el cual -es penoso decirlo- subsiste hasta el presente en franciscanos como el padre Dionisio Ortiz quien hace unos años ha escrito: El indígena es como un niño grande, que fácilmente se deja sugestionar, sin poseer mentalidad madura ni proceder en muchos casos con su propio criterio... el indio selvático es voluble y caprichoso, dejándose fácilmente influenciar por personas que pretenden dominarlos... Los misioneros manifestaban gran paciencia y caridad con los neófitos. En sus pláticas procuraban no herir la susceptibilidad del indígena, que cual niño se presta fácilmente al resentimiento... En las funciones sagradas el misionero se esmeraba en exponer con claridad y sencillez la verdad evangélica, al alcance de sus rudas inteligencias. Contradictoriamente, y Ortiz cae en múltiples contradicciones, más adelante anota que ese salvaje lleva muy desarrollado el sentido de la independencia y libertad. Ortiz, como casi todos los que se han ocupado del estudio de nuestra selva, exceptuando a la última generación de jóvenes investigadores y algunos de épocas anteriores, no se detiene a investigar el mundo interno del nativo, no toma su testimonio de la historia sino que lo analiza desde el punto de vista occidental, que es casi totalmente ignorante del horizonte cultural autóctono. Y el agravante en el caso de Ortiz es que en pleno siglo XX, casi en los albores del XXI, tiene juicios bastante reaccionarios en relación a los movimientos de liberación, empleando un lenguaje hasta similar del siglo XVIII; nunca para él han tenido justificación las revueltas indias; al contrario, sostiene, como el más típico conservador, que ellas afectan la seguridad nacional. Es obligado insertar aquí una de las absurdas conclusiones de ese fraile, cuya obra sobre el Alto Ucayali y Pachitea se ha publicado en 1974: Se ha dicho sin razón que la prosperidad material y espiritual de esa vasta región de la selva alcanza únicamente a los dueños de tierras, comerciantes y misioneros, como si de estos males no se adoleciera en todos los tiempos, y como si eso fuera motivo suficiente para destruir y acabar con la pujante prosperidad que había alcanzado esa porción de la selva. Con ese criterio habría que mirar indiferentes la desigualdad e injusticia, la explotación de las mayorías desposeídas en beneficio de minorías ociosas, porque esos males son eternos.
Los malos tratamientos, una de las causas principales de los movimientos de liberación, debieron ser frecuentes. Carlos Daniel Valcárcel, a quien debe objetársele el llamar salvajes a los seguidores del caudillo libertario Juan Santos Atahuallpa, señala que el círculo consejero del virrey, noticiado del levantamiento en el Gran Pajonal, quiso creer en principio que se trataba sólo de una reacción local derivada del maltrato que los misioneros daban a los indígenas.

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RECAPITULANDO LA HISTORIA

Ashaninkas


Revista Runapacha

Es difícil aún fijar con precisión la data de los primeros asentamientos humanos en la amazonía, pues la ciencia arqueológica sólo ha efectuado en ella iniciales exploraciones. Sabemos que hace catorce mil años el istmo de Panamá fue por primera hollado por bandas de cazadores-recolectores que procedían del norte. Tras recorrerlo longitudinalmente, ellas tuvieron ante sí la posibilidad de optar por una de las tres vías que se presentaban en la ruta al sur: la primera, bordeando el océano; la segunda, ascendiendo la cordillera; y la tercera, internándose en la selva oriental. Las piezas de caza tomaron esas vías y ensu seguimiento los seres humanos hicieron su aparición en lo que hoy llamamos Sudamérica. De acuerdo con ello, cabe la probabilidad de que en ese tiempo los cazadores-recolectores alcanzasen la selva central del Perú, pero se carece de la evidencia arqueológica que pueda sustentar esta hipótesis. Los fechados radiocarbónicos de presencia humana en el área no van más allá de los cuatro mil años y sólo en la parte central del Ucayali puede postularse la existencia de antiguos asentamientos precerámicos. Conchales de esa data se han encontrado en Tutishcainyo, dejados posiblemente por gentes que aprovecharon ocasionalmente los recursos fluviales.
Algo después, no se sabe con certeza si inventada allí o importada de pueblos de más al norte, apareció la cerámica, primero en Tutishcainyo y luego en Cobichanaqui, a la vera del Pachitea y en Lechuzas, cerca al Huallaga. Definitivamente, hace tres mil quinientos años alcanzaban un desarrollo superior pueblos que serían antecesores de los Ashánincas, Yanesha's, Schipibos y Conibos, entre otros, pues el uso de la cerámica corrió paralelo al descubrimiento de la agricultura, si bien esta actividad sólo fue complementaria de la caza, pesca y recolecta que siguieron siendo las principales. El medio ambiente así lo condicionó, impidiendo asimismo el sedentarismo y la consolidación de diferencias de clase, pues en la región no llegó a instituirse el estado. Todas los grupos étnicos de la amazonía, hasta la llegada de los invasores foráneos, se desarrollaron dentro del modo de producción comunista primitivo, iniciando algunas el tránsito a un esclavismo incipiente, específicamente con el sometimiento de prisioneros de guerra.
Varios arqueólogos sostienen que desde la selva central la cerámica se difundió a los pueblos andinos. Pudo así suceder, pero el contacto se perdió tras lo que conocemos como período formativo. Los pueblos amazónicos se aislaron casi completamente de sus contemporáneos asentados en las otras regiones, evolucionando de manera autónoma. Y no fue común el desarrollo de los varios grupos étnicos que se formaron, como tampoco tuvo absoluta similitud el territorio en el que se asentaron. En relación a los que habitaron cerca de los ríos, se considera menos evolucionados a los que tuvieron por habitat los bosques y sabanas. La conclusión parece válida si reparamos en que aquéllos practicaron correrías contra éstos, para hacerse de esclavos que cuidasen sus sementeras o sirviesen de objeto intercambiable con otros productos codiciados.
Tal el caso de los Conibos del Ucayali guerreando contra los Amahuacas del bosque oriental, por sólo citar un ejemplo. Pero aunque se formaron numerosos grupos étnicos, todos ellos derivaban de contados troncos comunes, conclusión que se infiere del estudio lingüístico. En la selva central del Perú sólo se advierte hoy la existencia de dos familias lingüísticas: la de los Arawak o Arahuaca, que congrega a las diversas variedades de Campas, a los Yanesha's, Piros y Machiguengas; y la de los Panos, de la que provienen los Amahuacas, Settebos, Schipibos, Conibos y Cashibos, ignorándose a que familia pertenecieron varios grupos étnicos extintos, como los Hibitos y los Seeptsá.
La presencia de familias lingüísticas diferenciadas podría indicar oleadas migratorias en diferentes tiempos y no necesariamente de norte a sur. Hoy se considera Arahuacos a varios pueblos nativos ubicados desde la península de La Florida hasta el territorio amazónico; y como Panos a pueblos situados entre el Madeira y el Ucayali. No debiéndose descartar la probable presencia de Caribes, nombre que se dio a los grupos étnicos existentes entre las Antillas y el Orinoco, pues las crónicas españolas los citaron repetidas veces; ni a los Tupi-Guaraníes, en constante migración, pues los Cocamas y Cocamillas del Bajo Ucayali y Bajo Huallaga pertenecieron a esta familia.
Definitivamente, los Panos y los Arahuacos no desarrollaron relaciones amistosas y, por el contrario, se hacían de continuo la guerra. Pero ésta se daba también entre grupos étnicos de la misma familia lingüística, porque todas ellas fueron eminentemente guerreras. Sorprende por ello que promediando el siglo XVIII llegasen a conformar una gran alianza contra los invasores blancos, hecho atribuible a las extraordinarias dotes de conductor que tuvo el líder libertario Juan Santos Atahuallpa.
Algunos de los tardíos estados andinos lograron establecer contacto con algunos grupos étnicos de la amazonía fronteriza. Pero ni el poderoso imperio de los Incas logró allí conquistas mayores, excepción hecha del territorio al oriente del Cusco que dieron en llamar Antisuyo. Esforzadas columnas de orejones avanzaron por el Manu hasta la actual frontera peruano-brasileña, logrando tributarios de exóticos productos de montaña. Hacia el norte y el sur no tuvieron mayor éxito y el mapa del Tahuantinsuyo es bastante ilustrativo al respecto. La fama del Inca, sin embargo, se propagó en un extenso territorio y dio pie para que surgieran versiones sobre el rey del Enim o Gran Paytiti, que provocarían más tarde la codicia de los españoles.
La caída del imperio de los Incas trajo por correlato una peligrosa amenaza para todos los pueblos de la amazonía, pues tras dominar la costa marítima y la sierra andina los españoles iniciaron sus famosas entradas, como dio en llamarse a las expediciones que desde diversos puntos partieron hacia el oriente. No lo sabían los grupos étnicos que allí habitaban, pero desde 1533 habían pasado a conformar el vastísimo país que a partir de entonces se llamó Perú; y por el solo hecho de desconocer el cristianismo se las calificó de infieles, lo que dio a los españoles justificación o más bien pretexto para pretender sojuzgarlas.
Pero muy contados éxitos tuvieron las entradas del siglo XVI, pues ni se encontraron los reinos fabulosos ni fue fácil doblegar la resistencia que presentaron los nativos impidiendo a los invasores asentarse en sus ancestrales territorios. Se fundaron, sí, algunas ciudades españolas en las fronteras, pero varias de ellas fueron de efímera duración. De manera tal que las entradas de tipo netamente militar fueron paulatinamente disminuyendo, hasta que prácticamente cesaron. A los conquistadores españoles les fue preferible obtener sus encomiendas o feudos en la costa y en la sierra, y hasta en las zonas de ceja de montaña, visto que no ofrecían las múltiples dificultades de la selva interior.
Fue entonces que surgió otro tipo de entradas, que por el hecho de haber tenido a religiosos como sus principales protagonistas, indebidamente han sido calificadas de pacíficas. En honor a la verdad debe decirse que las entradas de los religiosos tuvieron tanta violencia como las de los civiles; y en ningún caso el apoyo militar fue desdeñado, ocurriendo más bien todo lo contrario.
Diversas congregaciones religiosas -dominicos, mercedarios, agustinos, jesuitas y franciscanos- se disputaron la conquista de la selva, logrando preeminencia desde el siglo XVII las dos últimas de las citadas. A decir de un destacado historiador franciscano moderno, el afán de logros materiales sobrepujó a los espirituales en esas entradas de nuevo tipo: fueron especialmente los frailes y clérigos los que exploraron la selva, sin duda seducidos en parte por los mitos del reino del Paytiti y las glorias del rey Enim, y en parte también por el verdadero afán de salvar almas, así como por la simple curiosidad de lo que encontrarían allí (Tibesar, 1981: 14). Existen testimonios de los propios misioneros corroborando este aserto.

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PRIMEROS CONTACTOS A MEDIADOS DEL S. XVI

La región que se conoce como selva central del Perú abarca el vasto territorio que va desde Cajamarquilla (al sur de Chachapoyas) y San Miguel de los Conibos por el norte, hasta la montaña de Huanta por el sur. Allí se dieron las entradas de los franciscanos, principalmente, siguiendo los cursos de los ríos Huallaga, Ucayali, Pachitea, Pangoa, Apurímac, Mantaro, Chanchamayo, Perené, Ene, Tambo, Parobeni y sus numerosos afluentes, en cuyas márgenes o cercanías habitaban -y continúan habitando en parte- naciones aborígenes como las de los Yanesha's, Amueshas o Amages; Ashánincas o Campas; Piros o Siriminches; Callisecas o Schipibos; Seeptsá o Cholones; Hibitos; Settebos; Conibos y Cashibos, naciones que en su mayoría, tras un recibimiento pacífico inicial, emprendieron tenaz lucha por impedir el asentamiento de la dominación extranjera, logrando para finales del siglo XVII la expulsión de todos los españoles que se adentraron en ese territorio, anticipo del magno logro libertario que promediando el siguiente siglo alcanzaría Juan Santos Atahuallpa.
Ya desde el siglo XVI mostraron los españoles inquietud por incursionar en ese territorio. Se cita que en 1557 Gómez Arias Dávila hizo una entrada a Rupa-Rupa, al interior de Huánuco, siendo partícipe de su expedición el religioso Antonio Jurado, que algún tiempo antes visitara la tierra de los Chupachos. La selva al interior de Jauja también fue tímidamente explorada, mencionándose los afanes del franciscano Juan Ramírez en 1560. Dos décadas después religiosos de la misma orden incursionaron algo más allá de Andamarca. Y desde Tarma, hacia Chanchamayo, las primeras entradas fueron obra de los dominicos, desde 1597, estableciéndose en 1605 la primera reducción con indios de frontera, que devinieron siervos de una hacienda allí establecida para beneficio del colegio limeño de Santo Tomás. Algún tiempo más tarde había haciendas a ambas veras del río Chanchamayo, entre ellas Oczabamba, en las cercanías de lo que tiempo más tarde los franciscanos llamarían las misiones del Cerro de la Sal.
Al sur de Chanchamayo y en la ruta a Andamarca, los dominicos establecieron reducciones en Collac, Vitoc, Pucara, Monobamba, Sayria, Sibis y Chanasapampa, desapareciendo pronto las tres últimas en tanto que las cuatro primeras al hacerse estables sirvieron años después como bases de apoyo para las reducciones del interior que los frailes seráficos denominaron las conversiones de Jauja. Los dominicos fueron los que enviaron a Lima una comitiva conformada por cinco Campas, a fin de que aprobando ellos lo actuado por los religiosos, consintiese el virrey en otorgar mayor apoyo a las misiones. No cabe duda que estuvieron adecuadamente instruidos los nativos que ante el marqués de Cañete demandaron la presencia de más frailes en la montaña de Jauja. Al cabo, el virrey se mostró convencido, pero no para favorecer a los dominicos, sino para conceder esa entrada a los jesuitas. ¿Qué otra cosa podía esperarse si el hermano del virrey había llegado de Roma para ser rector de la Compañía de Jesús en Lima? Y hacia Jauja partieron los jesuitas Juan Font y Nicolás Mastrilli, quienes tomando como base de operaciones la reducción franciscana de Andamarca, penetraron en territorio de los Ashánincas el 29 de octubre de 1595. Algunos meses duró su desafortunada aventura, después de lo cual Font intentó otra por la montaña de Huanta, mostrándose al cabo sumamente desanimado, al punto que en 1602 recomendaba a sus superiores desechar el proyecto de conquistar la selva central, pues a su entender se trataba de una región escasamente poblada y de mucho peligro para los misioneros.
Font ha sido criticado por haber emitido tales conclusiones; pero en gran parte fue objetivo y allí está la historia dándole la razón. Luego de ello, dejando para otros la selva central, los jesuitas optaron por apoderarse de la actual selva boliviana, entendiendo que hallarían allí poblados más numerosos y menos hostiles.El terreno quedó entonces allanado para los franciscanos, que no tardaron en desplazar a sus antecesores dominicos.

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ENTRADA DE FRANCISCANOS POR HUANUCO Y REACCION DE LOS CAMPAS DE QUIMIRI

Con los dominicos aún en Tarma, controlando las reducciones establecidas camino a Chanchamayo, tuvieron que buscar los franciscanos otra ruta hacia la montaña. El objetivo era alcanzar el Cerro de la Sal, porque se sabía que allí se congregaban gentes venidas de diversos pueblos del interior para llevar hasta sus posesiones el preciado producto: Hacia el oriente de la gran cordillera nevada que ladea la extensa laguna de Junín o Chinchaicocha, se desprende un ramal que dirigiéndose al este y enseguida al sureste, divide las aguas que van al río Pachitea de las que fluyen al río Chanchamayo. El remate de este ramal de la cordillera es formado por el famoso e importante Cerro de la Sal, así llamado porque tiene una gran veta de sal gema. (A) este célebre cerro... concurren para proveerse de sal los indios infieles (Raimondi, 1876: 192).
En las proximidades de ese estratégico punto poblaba la nación de los Yanesha's, también llamados Amueshas o Amages, quienes algún beneficio obtenían de su comercio: Este Cerro de la Sal es muy famoso por el grande concurso de indios infieles, que de las naciones más remotas de la montaña acuden a él por sal; porque como dentro de la montaña hay pocas salinas, les es forzoso venir a este cerro a buscarla, los unos para su uso y consumo, y otros para comerciar con ella otras cosas que necesitan de las otras naciones; siendo tan varias las que suben a este cerro por la comodidad que tienen de muchos ríos navegables, que algunas tardan dos meses en llegar a este cerro, cuyo temperamento es muy templado; porque aunque es montaña real, el calor es moderado por la elevación del cerro y su cercanía a la cordillera. Está habitado de indios Amages, y de algunos de las otras naciones que se quedan en él cuando suben por sal (Amich, 1975: 43).
Con toda seguridad, los dominicos no tuvieron la información que sí recibieron los franciscanos, pues por la ruta del Chanchamayo estuvieron bien cerca de dar con el Cerro de la Sal. Los franciscanos, para entonces, habían ganado terreno al interior de Huánuco, y al llegar a Huancabamba, cuyo curato se les confió, tuvieron a la mano la conquista. Los adelantos al interior de Huánuco fueron obra del fraile Felipe Luyando, quien desde mayo de 1631 estableció reducciones entre los Panataguas que poblaban las orillas del río Huánuco: El primero que entró a las montañas de Huánuco fue fray Felipe Luyando, quien entró con algunos compañeros por la quebrada de Chinchao, con el fin de convertir a los indios Panataguas y otras tribus que viven diseminadas desde los límites de los pueblos de Chinchao y Pillao, extendiéndose hacia el norte hasta los ríos Monzón y Tulumayo. Poco después se hallaban ya fundados seis pueblos, con los nombres de Tonua, Cuchero, Taupat, Chuzco, Tulumayo y San Felipe de Tonganeses (Raimondi, 1876: 191-192). Luyando, como se aprecia, siguiendo el Acomayo o río de Huánuco, había avanzado por la región donde este río pasa a denominarse Huallaga, recorriendo varios de sus afluentes occidentales y orientales.
Uno de sus compañeros, el franciscano limeño Jerómimo Jiménez, se adentró en 1635 ya no por la ruta que siguió Luyando, hacia el norte de Huánuco, sino hacia el sur, por tierra, recorriendo las posesiones de los Chupachos hasta llegar a Huancabamba. Y fue audaz para seguir de allí adelante, pues pocos años antes, hablando de Huancabamba, el arzobispo de Lima había escrito: Acuden a ella algunos de los gentiles circunvecinos y piden el bautismo y se vuelven a sus tierras, donde no se atreven a entrar los sacerdotes por ser tan Caribes (Relación de las ciudades, villas, pueblos y doctrinas del arzobispado de Los Reyes, año de 1619, cita tomada de Tibesar, 1975: 62). Caribes era entonces sinónimo de nativos hostiles, y hasta antropófagos.
Y si no vaciló Jiménez fue porque de los Panataguas y Chupachos que lo acompañaban había obtenido noticia cierta de estar muy cerca del Cerro de la Sal. Reemprendió entonces la aventura y al cabo de cinco días sus esperanzas fueron colmadas, viendo a numerosos nativos de diversos grupos congregados en torno a tan famoso sitio. No hubo hostilidad contra él, pues fue visto como un visitante más, aunque bastante extraño, y se hizo construir con los Amages una residencia y una capilla, plantificando una reducción a la que llamó San Francisco de las Salinas. Allí estuvo seis meses, durante los cuales los cuales debió advertir en toda su magnitud la necesidad de apoderarse del Cerro de la Sal para monopolizar el comercio de su vital producto y así controlar a los diversos pueblos que acudían a él: El Cerro de la Sal era de importancia decisiva para la labor de la misión franciscana. Sus depósitos de sal satisfacían la necesidad de este elemento esencial para la alimentación de las tribus no sólo de la zona, sino también de otras muchas del interior de la selva... Todos los años acudían numerosos indios, que a veces llegaban a mil, a recoger su suministro anual de sal. Los franciscanos tenían la esperanza de que si controlaban el acceso a ese depósito podrían controlar también a los indios (Tibesar, 1975: 62).
Es importante señalar la anotación de Julián Heras sobre la ruta seguida por Jiménez: entró por las alturas de Huachón, siguió el curso del río Huancabamba y, desviándose al sur, llegó hasta el Cerro de la Sal (Nota de Amich, 1975: 48). Ahora bien, no todos los nativos que allegaban al Cerro de la Sal vieron sin recelo la presencia del franciscano Jiménez, y de retorno a sus posesiones acordaron no consentir la invasión de extraños.Después de su prolongada estancia entre los Amages e invitado por Zampati, jefe de la parcialidad de Campas asentados al sureste del Cerro de la Sal, en la localidad de Quimiri, Jiménez hizo una incursión que lo llevaría a las riberas del Chanchamayo, atravesando cuyo curso se hallaban establecidas las haciendas de los dominicos. La hermosura del valle y la acogedora bienvenida de sus pobladores esperanzaron a Jiménez en lograr allí una considerable reducción; y fundó San Buenaventura de Quimiri, con el consentimiento del jefe Zampati que años antes, visitando en Tarma a los dominicos, había sido cristianizado con el nombre de Andrés.
Hasta finales de 1636 permaneció Jiménez entre los Ashánincas de Quimiri, para luego regresar a Huánuco en procura de apoyo a sus proyectos conquistadores. Poco caso obtuvo de las autoridades, pues al reencaminarse a Quimiri sólo llevó en su compañía a otro fraile, Cristóbal Larios. Esta vez el recibimiento por parte de los Campas no fue el mismo, porque ambos religiosos intentaron forzarlos a dejar sus arraigadas costumbres (Ribeiro-Wise, 1978: 75-76). La libertad era lo más preciado para los nativos y en su entender los españoles venían a anularla. El propio jefe Zampati, pese a ser cristiano antiguo, tuvo altercados con los frailes y tornándose insostenible la situación decidió ultimarlos. Para ello les propuso navegar el Chanchamayo hacia el interior, argumentando que en ese curso existían poblaciones numerosas. Una vez convencidos, los llevó por el Chanchamayo y luego por el Perené, desembarcando en Autes con intención de ejecutar su plan. Inopinadamente, surgió una autoridad de su parcialidad que se le opuso, salvándose así los frailes que ni sospechaton lo tramado. Zampati les daba una última oportunidad para corregirse, regresando a Quimiri.
Pero las relaciones entre frailes y nativos no variaron y la situación volvió a presentarse tensa. Fue por entonces que los dominicos intentaron terciar en la conquista, con notorio apoyo oficial. Así, promediando 1637, se presentó en Quimiri el fraile dominico Domingo Chávez, a la cabeza de treinta españoles, ofreciéndosele el jefe Zampati como guía. Los franciscanos, ya recelosos, decidieron sumarse a la expedición, para no quedar desamparados. Encajaba esto en los planes de Zampati, quien para entonces había obtenido el apoyo de toda su parcialidad para aniquilar a los invasores: El cacique, a quien los españoles no conocían, había enviado por delante a algunos de sus seguidores más fieles, que también estaban hastiados de los misioneros, para que prepararan una emboscada (Tibesar, 1975: 20). Mas poco antes de la partida enfermó el dominico, quedándose en Quimiri en tanto que los demás españoles se adentraban al oriente divididos en dos columnas, una por tierra y otra navegando en varias balsas el Chanchamayo. Zampati integraba esta última. El 8 de diciembre de 1637, cuando surcaban el río a la altura de Avitico, el jefe nativo dio orden a sus remeros para hacer zozobrar las balsas, cayendo acto continuo sobre los españoles, que abrumados por el número y la sorpresa fueron todos muertos. Uno de los ajusticiados fue el franciscano Jerónimo Jiménez, quien descubriera para los occidentales, como queda dicho, el Cerro de la Sal. Zampati siguió luego por tierra, buscando a la otra columna española, a la que halló cuatro días después en un sitio llamado Epillo, cerca de Eneno. Bajo una torrencial lluvia los españoles subían una cuesta cuando sorpresivamente fueron atacados y ultimados a flechazos, pereciendo entre ellos el otro franciscano, Cristóbal Larios (Córdova Salinas, 1957: II, 30).
Esa ingrata experiencia no arredró a los franciscanos, que en número de seis marcharon de Huánuco al Cerro de la Sal, el año 1639, con intención de revivir las reducciones abandonadas. Responsable de esa entrada fue fray José de Santa María, quien poco después pasó a Lima para demandar mayor apoyo. Su testimonio, algo tergiversado, sirvió al provincial fray Pedro Ordóñez Flores para presentar un triunfalista Memorial al virrey Marqués de Mancera. Según él, los frailes franciscanos habían plantificado en torno al Cerro de la Sal siete reducciones, cristianizando importantes grupos de Amages y Campas. El móvil de este triunfalismo fue el de lograr apoyo pecuniario del gobierno virreinal y en ésto tuvieron gran éxito, pues a mediados de 1640 se enviaban valores por más de cuatro mil pesos a fray Matías Illescas, joven religioso toledano que fue el primer superior franciscano residente en Huancabamba. A dicha cantidad se sumaron otros siete mil pesos finalizando aquel mismo año. Pero de poco valdría ese considerable apoyo, porque Illescas, deseoso de ganar fama, se embarcaría en una aventura que lo llevaría a la muerte.

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FRANCISCANOS LLEGAN AL UCAYALI Y PROVOCAN LA REACCION DE SCHIPIBOS

Se acrecentaron por entonces las disputas entre jesuitas y franciscanos por apoderarse de la amazonía. Los primeros, dominando en Quito, entrabaron los trabajos de los franciscanos cuyo campo de acción llegaba aún a Quijos, razón por la cual dos frailes que sirvieron en esas tierras, Pedro de la Cruz y Francisco Peña, llegaron a Lima en 1641, para presentar sus reclamos ante las autoridades. Poca suerte tuvieron en esto, por lo que solicitaron un puesto en las misiones de la selva central, autorizándoseles para pasar a Tarma. Allí encontraron a fray Matías Illescas, a quien convencieron para llegar al Amazonas por sus afluentes meridiona- les. El proyecto era realizable, pero asaz peligroso por tratarse de una vastísima región aún inexplorada. Hubiese sido pre- ciso surcar sin contratiempos el Perené, el Tambo y el Ucayali para alcanzar desde el sur el Amazonas. Aunque los españoles desconocían aún la existencia de esa ruta, quienes salieron de Quijos a Lima, viajando por el Amazonas, estaban convencidos de que sus afluentes del sur eran también navegables. El reto era encontrarlos.
El joven Illescas se entusiasmó ante tal perspectiva y acordó con De la Cruz y Peña ser partícipe de la audaz entrada, estableciendo como base de operaciones la reducción de Huancabamba, donde acopiaron lo indispensable para un largo viaje, incluído un buen número de indios auxiliares. Y en julio de 1641 dejaron Huancabamba iniciando la aventura: De hecho, los tres misioneros salen de Huancabamba y siguiendo luego el valle de Chorobamba por el abra de Cantarichú, se constituyen en las márgenes del Perené, formado por el Chanchamayo y el Paucartambo, para realizar una de las expediciones más arriesgadas que se conocen, lanzándose aguas abajo del Perené (Ortiz, 1974: I, 41). Se sabe con alguna certeza, tomando en consideración al informante, la fecha en que se inició la navegación: El día en que se embarcaron y comenzaron su navegación por el río, fue el 3 de agosto de 1641 (Córdova Salinas, 1957: 458). Pero hay datos divergentes sobre el lugar en que se embarcaron. A decir del fraile Tenorio, contemporáneo a los sucesos, los expedicionarios pasaron por el Cerro de la Sal y siempre por tierra llegaron hasta Autes, donde fabricaron las balsas con las que se embarcaron en el Perené. El historiador moderno Dionisio Ortiz no lo cree así, y señala que Illescas y sus compañeros estuvieron en Quimiri, navegando el Chanchamayo unos cuantos kilómetros hasta dar con el Perené.
El caso es que ellos no dieron ninguna noticia de su destino, empezándose a lucubrar varias conjeturas. En 1642 un jefe Campa llamado Tarisca dijo haber escuchado que pobladores de más al interior, tal vez de las márgenes del Tambo, los acogieron durante toda la temporada de lluvias, permitiéndoles luego seguir su viaje (Córdova Salinas, 1957: 459). La principal crónica franciscana, redactada en 1650, consignó lo siguiente: Nueve años han corrido hasta el presente que no se ha tenido noticia cierta de los tres benditos religiosos (op. cit.: 461). Córdova Salinas puso en duda no sólo el informe de Tarisca sino también la carta que escribió al rey, desde Huancabamba, el teniente Juan Fernández Durana, documento firmado el 15 de octubre de 1643, en el que se decía que los expedicionarios se hallaban en tierra de los Schipibos, afanándose en su reducción. Pero este dato parece el más cercano a la verdad. Los españoles comandados por Illescas habrían descubierto el Apu Paro o Ucayali, siguiendo cuyo curso debieron desembarcar en tierra de los Schipibos, un poco más allá de la desembocadura del Aguaytía. Es posible que tuvieran antes un pacífico tránsito por las posesiones de los Conibos, que muchos años más tarde todavía recordaban su paso. Pero entre los Schipibos debieron hacer algo que provocó una reacción violenta, a consecuencia de la cual todos fueron muertos.
Esa fue la noticia que proporcionaron los Conibos al fraile Francisco Huerta, quien recorrió esa región en 1686: En este viaje el padre Huerta tuvo noticia, por algunos viejos Conibos, del desgraciado fin que habían tenido el padre Illescas y sus compañeros... bajaron en una balsa el río Perené y siguiendo por el Ucayali llegaron, según la relación de los Conibos, hasta el río Aguaytía, donde fueron asesinados mientras dormían por los indios Schipibos (Raimondi, 1876: 219-220). Esta cita reafirma otra del mismo autor: se supo, de boca de los salvajes, que habían sido asesinados en las riberas del río Ucayali, cerca de la desembocadura del río Aguaytía (op. cit.: 204). La crónica franciscana dio crédito a la versión de los Conibos: no se supo de ellos hasta después de cuarenta y seis años, en cuyo tiempo se tuvo noticia cierta de haber sido muertos a manos de los infieles Schipibos (Amich, 1975: 46).
Sea como fuere, la inopinada incursión del fraile Matías Illescas fue perjudicial para los proyectos franciscanos, pues la importante doctrina de Huancabamba, que hasta entonces habían controlado, pasó al clero secular que la reclamaba hacía tiempo: Con la salida de Illescas, Huancabamba se quedó sin ningún fraile que se encargara de ella. Antes de que llegara la persona que los sustituiría, el visitador de la arquidiócesis de Lima, todavía resentido por la manera en que los frailes habían recibido esa doctrina sin la concurrencia del cabildo catedral, que se encontraba en elpueblo vecino de Paucartambo cuando se fue Illescas, declaró inmediatamente vacante la doctrina y nombró doctrinero a un sacerdote diocesano. Las subsecuentes reclamaciones de los franciscanos de nada valieron; el virrey se negó a intervenir. Así pues, la ruta relativamente fácil al Cerro de la Sal quedó cerrada para los frailes (Tibesar, 1981: 69-70).

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CODICIA PROMUEVE NUEVA ENTRADA Y CONTRA ELLA LUCHAN LOS ASHANINCAS

Más que los peligros pudo la sed de tesoros, característica invariable de todos los invasores: Descubierto el Cerro de la Sal, corrió luego la voz que tenía muchos minerales de oro, y ésto despertó la codicia de algunos españoles (Raimondi, 1876: 193). Ya en 1635, con autorización oficial, el aventurero Pedro Bohórquez había intentado una incursión a la montaña vecina al Cerro, creyendo que hallaría allí el reino del Paytiti o del Enim, de cuya existencia no dudaba mostrando un mapa que presuntamente conducía al fabuloso reino: Algunos ambiciosos de nombre y fama, y por inventar novedades, fingieron en estas montañas imperios tan poderosos y tan ricos, que causa admiración lo que dieron a la pluma y a la prensa -dice al respecto un cronista franciscano-. Tal fue la relación que por los años de 1630 don Pedro Bohórquez esparció del imperio del Enim, a cuyo emperador hace señor de muchos reinos, que le tributan vasallaje en oro, mantas, plumajes y otros géneros riquísimos. Describe en ella el origen e incremento de tal imperio, el árbol genealógico de sus soberanos, su política y costumbres, con las ceremonias de coronarse el emperador y prestarle vasallaje los demás reyes, con circunstancias tan bien ordenadas y dispuestas a su antojo, que admitidas de la novedad que el vulgo suele abrazar sin examen, muchas personas de distinción se persuadieron ser cierta su existencia, y con eso alborotó los ánimos de mucha gente del Perú. Pero obligándole a la ejecución de la entrada, fueron tales las excusas y tramoyas que armó, que dieron a conocer su falsedad, y que la fingida quimera del Enim había sido hija de su ambición (Amich, 1975: 39).
En los días en que la expedición del fraile Illescas marchaba a la tierra de los Schipibos, una tropa de españoles al mando del capitán Alonso Sánchez Bustamante, en la que se enrolaron dos religiosos, entró por Quimirí al Cerro de la Sal. La versión franciscana es clara al precisar que dichos españoles iban más bien a buscar oro... (pues) la voz común de que el Cerro de la Sal estaba lleno de minerales despertó la codicia (Amich, 1975: 46). Los Ashánincas que por entonces se hallaban en el Cerro de la Sal, advirtieron que nada bueno podía esperarse de esta nueva incursión, y fingieron un cortés recibimiento con el antelado plan de matar a los españoles en la primera oportunidad. La hallaron cuando se les solicitó apoyo para llevarlos en balsas por el río de la Sal, pedido que fue inmediatamente aceptado. Y estando en plena navegación, bordeando un remanso, los españoles fueron atacados por los remeros y los flecheros emboscados en tierra, muriendo todos ellos con excepción de un gallego y un criollo, que tras resistir a pistoletazos fueron capturados. Sorprende saber que esos prisioneros fueran perdonados, para ser asimilados como guerreros en reconocimiento de su valentía. El gallego tomó mujer india y se quedó para siempre entre los Ashánincas; el criollo, llamado Francisco de Villanueva, chachapoyano de nacimiento, resistió incluso un avance español por esas tierras, para terminar en una prisión de Valdivia. Conocido el sangriento epílogo de esa expedición, los franciscanos se replegaron a Huancabamba.

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ENTRADAS A LAS POSESIONES DE PANATAHUAS Y PAYANZOS

Por ese mismo tiempo, con mejor suerte, los franciscanos se internaron a la montaña fronteriza a Huánuco. Fueron los frailes Gaspar Vera y Juan Cabezas los que siguieron la ruta que una década antes abriera Felipe de Luyando,lo que nos hace suponer que entraron en tierras de los Panatahuas y los Payanzos, aunque la información histórica cita nombres distintos: El año 1641 los padres fray Gaspar Vera y fray Juan Cabezas, continuando la reducción empezada en 1631 por fray Felipe Luyando, se introdujeron entre las tribus de los indios Tepquis y Quidquidcanas, fundando en 1643 dos pueblos, con los nombres de Trinidad de Tepquis y Magdalena de Quidquidcanas (Raimondi: 1876: 204-205). Los Payanzos, grupo étnico que habitaba en el gran valle formado por la cadena de cerros que divide el río Huallaga de la Pampa del Sacramento, vieron nuevamente invadidas sus tierras en 1644. Al respecto, hay noticia en las crónicas de Córdova Salinas y Tena, testimonios comentados por Raimondi. Los frailes Ignacio de Irraraga, Jerónimo Jiménez y Francisco Suárez, partiendo de Huánuco, penetraron en dirección del Huallaga, pasaron el río Monzón y más arriba del Tulumayo desembarcaron, siguiendo a pie por fragosos caminos hasta dar con multitud de Payanzos que los recibieron pacíficamente. Parece ser que allí el trato dado por los occidentales a los nativos fue soportable, pues en 1650 más de siete mil Payanzos vivían en cuatro reducciones: Trinidad, La Concepción, San Luis y San Francisco (Raimondi, 1876: 205). En tiempo inmediatamente posterior, los sometidos Payanzos apoyarían a los frailes en sus avances hacia el Ucayali.

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RESISTENCIA DE SANTUMA, JEFE CAMPA DE CHANCHAMAYO

Por declaraciones del capitán Alonso Sánchez de Bustamante se sabe que en 1645 la codicia motivó una nueva expedición militar, que encabezó Francisco Bohórquez, a quien no debe confundirse con el famoso andaluz Pedro Bohórquez, quien, como se ha dicho, recorrió también estos lugares tiempo atrás, buscando el pretendido reino del Enim.
Al mando de treintiséis soldados Francisco Bohórquez tomó por Tarma la ruta hacia el Cerro de la Sal, apoderándose en el trayecto de las plantaciones de coca que españoles vecinos de esa ciudad tenían establecidas en Sibis, Collar y Pucara, localidades de ceja de montaña. El avance fue advertido por los Campas, que presentaron resistencia cuando los invasores se aprestaban a cruzar el río Chanchamayo. Pese a que los españoles hicieron uso de sus armas de fuego, el combate duró casi toda una mañana, hasta que muerto el líder de la resistencia el paso quedó franco. La crónica franciscana consignó el nombre del heroico caudillo libertario, Santuma, calificándolo de indio valiente (Amich, 1975: 47).
Ante Bohórquez se presentó en- tonces el antes citado Francisco de Villanueva, quien habiendo permanecido tres años entre los nativos conocía ya su lengua, pudiendo ser por tanto un apoyo de gran utilidad. Así lo entendió el jefe español haciéndolo su lugarteniente; y pasando por el Cerro de la Sal decidió finalmente establecerse en Quimiri, para entonces ya abandonado por los franciscanos. Se hizo obedecer de los Campas empleando métodos violentos; y desde esa base sus soldados asaltaron de continuo los fundos españoles de ceja de montaña, como Vitoc y Tapo, apoderándose de ganado y hasta de mujeres. Los franciscanos, lógicamente, protestaron ante esta situación, logrando de la autoridad virrei- nal el envío de una fuerza represiva, que conjuntando soldados de Tarma y Jauja marchó contra Bohórquez al mando de Juan López Real.
A todas luces, Bohórquez no tuvo apoyo de los nativos; al contrario, fue un Campa quien guió a los virreinales para caer sorpresivamente en el campamento del aventurero, quien cayó prisionero con todos sus secuaces. El y Villanueva fueron juzgados en Lima, desterrándoseles a la localidad chilena de Valdivia (Altoaguirre, 1931: 220-222).

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SCHIPIBOS DEFIENDEN SUS ANCESTRALES POSESIONES

Cerrada la ruta del Cerro de la Sal, los franciscanos intentaron adentrarse por las montañas de Huánuco más allá de la tierra de los Payanzos. Recorrieron parte del Huallaga e incursionaron por tierra en la vasta sabana que llamaríanPampa del Sacramento, trabando contacto con los Schipibos, Shettebos y Conibos que poblaban las márgenes de varios afluentes del Apu Paro, como llamaban esos panohablantes al río Ucayali. Todo ello ocurrió en 1657, y entusiasmado por el pacífico recibimiento el fraile Alonso Caballero plantificó dos reducciones, dejando en tierra de los Schipibos cinco religiosos. Fue nutrida la tropa que llevó Caballero, integrada no sólo por soldados y frailes españoles, sino también por Panatahuas y Payanzos.Tras explorar un tramo del Pachitea, Caballero retornó a Huánuco, para poco después recibir la noticia de la destrucción de las reducciones que pretendió establecer. Sucedió que los Schpibos, al advertir que los invasores intentaban someterlos a servidumbre, se volvieron contra ellos matándolos a todos, incluidos los soldados y nativos cristianizados que allí se quedaran para protección de los frailes (Raimondi, 1876: 206). Tales sucesos fueron informados en 1662 por fray Gabriel Guilléstegui, comisario general de las misiones, y por fray Francisco Andrade, visitador general (Amich, 1975: 49). Antes, en 1661, el gobierno virreinal había mostrado interés por las entradas al interior de Huánuco, confiando a fray Lorenzo de Tineo, guardián de las conversiones de Panatahuas, el mando de una poderosa tropa que conformaron veinte soldados españoles y doscientos indios cristianizados de guerra (Amich, 1975: 49). Repárese en la cita, tomada de la propia versión franciscana, para desvirtuar de una vez por todas la calificación de pacíficas que cierta historiografía ha dado a las entradas de los religiosos.
Dicha fuerza le permitió a Tineo repetir el recorrido de Caballero, teniendo a raya a los Schipibos en cuyas tierras entró para luego avanzar a las de los Shettebos, pobladores de las márgenes del Manoa, afluente occidental del Ucayali. Dice la crónica franciscana que Tineo logró congregar a dos mil Shettebos en dos reducciones, implantando en ellas el régimen de servidumbre. Al emprender el regreso a Huánuco dejó dos religiosos al mando de esas reducciones, con el respaldo de la tropa antedicha. Pero ésta, temerosa del temple de la tierra y de la hostilidad de los vecinos Schipibos, no tardó en retirarse. Fue entonces que los Schipibos demandaron de los Shettebos ultimar a los invasores, fijándose como fecha para el asalto el día que llegara de regreso Tineo, quien había prometido volver trayendo herramientas de hierro, con cuyo regalo pensaba atraerse a los nativos.
Algunos dispersos de la tropa en fuga llegaron a Huánuco, y temiendo Tineo por la suerte de los que habían quedado aislados, formó un nuevo contingente de guerra, internándose de inmediato en la montaña. Logró en el trayecto reunirse con los frailes y presagiando las intenciones de los Schipibos se atrincheró en la reducción por él llamada Exaltación de Chupasnao, que pronto fue atacada. Las armas de fuego contuvieron la arremetida de los nativos, que para no ser diezmados se refugiaron en una capilla edificada por orden de los frailes. Pero ello no fue óbice para que Tineo ordenase incendiar lo que para los cristianos era un sagrado recinto, logrando así la dispersión de los Schipibos, quienes se retiraron al monte pero lanzando en todo momento amenazas. Entre los cristianos heridos estaba el fraile Francisco de Tomillosa. Esto, sumado al temor creciente de los suyos, hizo que Tineo ordenase el repliegue hacia la tierra de los Payanzos, llevándose consigo más de cien Shettebos. Conviene anotar que esta nación mantenía antigua rivalidad con los Schipibos, razón por la cual parte de ella luchó a favor de los cristianos, motivando que los vencedores ejercieran severa venganza.Se entiende así que poco después se presentaran más de treinta Shettebos ante los españoles, solicitándoles apoyo para volver a sus tierra y defenderse de sus rivales. La frontera quedó entonces establecida en la banda occidental del Tullumayo (Raimondi, 1876: 206).

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SHETTEBOS Y SCHIPIBOS SE UNEN CONTRA LOS ESPAÑOLES

Los grupos Shettebos que se aliaran con los españoles no tardaron en arrepentirse de ello, pues no sólo les negaron apoyo militar sino que les trasmitieron una peste de viruelas que causó grandísima mortandad. Quienes sobrevivieron a ella retornaron a sus tierras y dieron la razón a los Schipibos.
No obstante sus repetidos reveses, insistieron los franciscanos en el proyecto de conquistar la montaña de Huánuco. En 1663 una vez más el fraile Tineo emprendió la entrada, con fuerte respaldo militar que condujo el capitán Jerónimo Rojas. Según declaración prestada en 1667 por el fraile Rodrigo Bazavil, la nueva incursión tuvo como base la reducción de Tulumayo, penetrando por la tierra de los Payanzos hasta dar con los Schipibos, que esta vez no quisieron enfrentar a una fuerza tan nutrida. Entonces fue que se plantificó entre ellos una reducción, cuyo mando asumió el fraile Manuel Biedma, prototípico partidario de la conquista violenta.
Biedma se mantuvio allí hasta 1665, en que cedió la posta al citado Bazavil, quien en 1668 decidió abandonarla aduciendo que los Schipibos eran reacios a la dominación y que en caso de ataque ningún socorro podía esperar de Tulumayo por estar muy distante. Así, sin orden superior, Bazavil dejó la reducción, pero allí quedaron los frailes Francisco de Mejía, presidente de la conversiones de Panatahuas, Alonso Madrid, Alonso Acevedo y otros cinco franciscanos, los que en 1670 perecerían todos, al confederarse contra ellos los Schipibos y los Shettebos (Amich, 1975: 50-51). Esto perjudicó notablemente a los franciscanos, que desde la tierra de los Payanzos retrocedieron a la de los Panatahuas, para estar más cerca de Huánuco.

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INVASORES LLEVAN PESTE MORTAL A LOS YANESHA'S

Lo sucedido al interior de la montaña de Huánuco hizo que los franciscanos intentasen la conquista por la ruta del Cerro de la Sal, partiendo de Tarma. El virrey Conde de Lemus autorizó la nueva entrada, concediéndole apoyo pecuniario; y a finales de 1671 la emprendieron siete religiosos, bajo el mando de fray Alonso Robles, presidente de las misiones. Invadieron así, con relativo éxito, las posesiones de los Yane- sha's, Amages o Amueshas, avanzando más allá del Cerro de la Sal para restablecer la reducción de Quimiri con más de doscientos nativos, a los que se embaucó con el regalo de algunas herramientas de hierro y objetos exóticos. Esta reducción fue puesta bajo la advocación de Santa Rosa (Raimondi, 1876: 207-208). Una vez más el contacto resultó nefasto para los nativos, pues la presencia de los extranjeros desató una peste de gripe frente la cual los Yanesha's no tenían inmunidad, ocurriendo entonces una terrible mortandad. Los frailes,como ignorando su responsabilidad en esta tragedia, recorrieron vastos sectores vecinos, en el torpe afán de proseguir la cristianización, extendiendo por doquier el contagio, pues a decir de ellos mismos bautizaron a muchos adultos y niños in articulo mortis (Amich, 1975: 52).

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SE INVADEN POSESIONES DE LOS CAMPAS ATIRI DEL PANGOA

El relativo éxito obtenido por los franciscanos partiendo desde Tarma fue paralelo al que lograron sus pares saliendo de Jauja. Base de las entradas fue aquí el curato de Comas, junto con sus anexos de Acobamba y Andamarca, que eran visitados con cierta frecuencia por los Campas del interior. El cura de Comas, Alonso Zurbano, solicitó del presidente de las misiones, establecido a la sazón en Santa Rosa de Quimiri, el envío de una persona idónea para el comando de una nueva entrada. Y fue escogido Manuel Biedma, ya experimentado, según reseñamos, entre los Panatahuas, Payanzos y Schipibos. Con una considerable fuerza auxiliar, compuesta por muchos indios de Comas y Andamarca (Amich, 1975: 53), Biedma, acompañado de cuatro religiosos, partió de Comas el 11 de mayo de 1673. Fue dificultuoso su tránsito a la montaña, atravesando los tres ramales de la cordillera oriental (Raimondi, 1876: 208), para ocho días después topar con los Campas, quienes recibiéndolo pacíficamente lo condujeron hasta una aldea cuyo jefe se llamaba Tonté. Allí, como para que no quedara duda de su objetivo, Biedma plantó una cruz, en el centro de la aldea, tomando posesión de aquella tierra en nombre del rey y de la seráfica religión (Amich, 1975: 54). Por ese acto, sin saberlo, los nativos devinieron siervos, pues inmediatamente se les ordenó construir una capilla y viviendas para los invasores. No pusieron los Campas ningún reparo, pues para ellos, ante todo, la presencia de los blancos significaba una curiosa novedad, ignorando que habían llegado con afanes de conquista.
Estrenada la capilla Biedma plantificó la reducción, poniéndola bajo la advocación de la Santa Cruz, en una localidad que los nativos llamaban Sonomoro, cercana al río Pangoa. Y para captarse los primeros neófitos el franciscano procedió, como de costumbre, a repartir entre los que se acercaban a verlo algunas cosillas y cuchillos (Amich, 1975: 54). Los regalos, como es lógico suponer, no alcanzaron para todos, originándose una primera reacción de descontento. En los siguientes días, los Campas notaron que los invasores querían forzarlos a abandonar sus antiguas costumbres, para adoptar otras que no les convenían, como vivir congregados, algo absurdo ya que ellos eran básicamente cazadores y recolectores, produciéndose un nuevo impase. El curaca Tonté, habiendo sido el más beneficiado con los regalos, tuvo que bregar mucho para que las relaciones no se rompiesen abruptamente. Pero las nuevas se esparcieron por toda la región, y las naciones del interior demandaron de Tonté que echase de sus tierras a los Viracochas (Amich, 1975: 54). En puridad, no se trataba de otras naciones, como se lee en la crónica, sino de otras parcialidades de los numerosos Campas, aunque la información pudiera referirse también a los Piros, sus vecinos. Poco después se presentaron en Santa Cruz de Sonomoro cuarenta indios de guerra, a quienes el precavido Biedma calmó de momento con el obsequio de algunas cositas (Amich, 1975: 55). Reparemos en esta cita: los frailes trataban de someter a los nativos a cambio de chucherías, según propia confesión.
Al regresarse a sus tierras, esos guerreros esparcieron la noticia de que los franciscanos parecían gente pacífica y que ofrecían curiosos obsequios, motivando ello que día a día allegasen a Santa Cruz de Sonomoro más Campas Atiri de toda la montaña de Pangoa. Biedma lo consideró una magnífica cosecha, informando a sus superiores que la reducción prosperaba: Los que primero vinieron fueron los Pangoas, los Menearos, los Anapatis y los Piulcosunis. Después vinieron los Satipos, los Capiris, los Cobaros y los Pisiataris. Después que se apaciguaron los fieros embajadores, vinieron los Cuyentimaris, los Sangirenis, los Quintimiris y otros (Amich, 1975: 55). Según esto, también habría contactado con los Campas Ashánincas del Perené e incluso con los del Ene, incluyendo a los que poblaban las márgenes de sus afluentes.
De manera que para 1673, marchando por diversas rutas, los franciscanos se habían adentrado en parte del territorio de los Campas, estableciendo sus principales bases en Santa Rosa de Quimiri, en la margen izquierda del Chanchamayo, y en Santa Cruz de Sonomoro, en la margen derecha del Pangoa. Supuso Biedma que atravesando la montaña comunicaría directamente ambas reducciones y que ese logro obviaría el fatigoso y larguísimo viaje de Sonomoro a Jauja, de Jauja a Tarma y de Tarma a Quimiri. Y comisionó a uno de sus acompañantes, fray Juan de Ojeda, para que con guías proporcionados por el curaca Tonté buscase la nueva ruta. Desde Sonomoro Ojeda marchó en dirección noroeste, hasta dar con el Cerro de la Sal, siguiendo luego el curso del Perené para llegar sin contratiempo a Quimiri, donde fue recibido con algarabía por el presidente de las conversiones, fray Alonso Robles. El mérito, en todo caso, fue de los guías nativos, que habían recorrido ese tramo innumerables veces. Las comunicaciones que Biedma enviara sobre el progreso de Sonomoro fueron a tal punto prometedoras, que en su viaje de retorno Ojeda llevó consigo varios frailes, entre ellos a Francisco Izquierdo, un verdadero fanático, a decir de los propios franciscanos.

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LOS CAMPAS DEL PERENE LUCHAN POR SU AUTONOMIA

El hecho de no haber encontrado oposición nativa en el trayecto de Quimiri a Sonomoro entusiasmó en extremo al fraile Francisco Izquierdo, quien propuso establecer una nueva reducción entre aquellas dos, siendo autorizado para fundarla. Incursionó entonces por Quiringa, y en Pichana, localidad situada en la margen derecha del Perené, estableció la nueva reducción en mayo de 1674, ordenando a los nativos construirle una capilla y residencia, para después internarse en tierras ignotas llevado por un fervor radical. Ningún éxito obtuvo hablando de su religión entre los Campas del Perené, pero como vagase solo debieron considerarlo un demente, ya que de otra manera no se explica cómo le respetaron la vida. El informe franciscano menciona que Izquierdo les predicaba la ley de Dios, pero ellos como bárbaros y más crueles que los tigres, le pagaban este beneficio con arrojarle a los montes para que fuese pasto de las fieras (Amich, 1975: 58). Por un buen tiempo anduvo este fraile sin norte fijo, hasta que hallado por un nativo amigo de Biedma fue conducido de regreso a Sonomoro. Pero no se amilanó Izquierdo por la infructuosa experiencia y poco después estaba otra vez en Pichana.
Para entonces, los nativos sentían ya los efectos negativos de la dominación y no vieron con buenos ojos el regreso del fanático, culpable además de haberles contagiado mortales enfermedades. Los más avisados nativos se daban cuenta de que los franciscanos trataban de establecerse estratégicamente, para impedirles el libre acceso al Cerro de la Sal, todo lo cual los decidió a la lucha para conservar su autonomía. Resulta importante consignar al respecto, el juicio de un moderno autor franciscano: No todos los indios de la zona recibieron con agrado el progreso misionero que representaba esta nueva misión y los preparativos de Biedma para sus nuevas fundaciones. Algunos de los que se oponían al avance de los frailes... no se resignaban a que se abandonaran las antiguas costumbres, otros estaban atemorizados por las enfermedades que tan rápidamente se propagaban entre sus gentes y había algunos a quienes les fastidiaban las limitaciones impuestas a la libertad por el sistema misionero. Además, para ciertos indios el establecimiento de la misión en Pichana fue una provocación, pues allí los padres estarían en situación de controlar el lucrativo comercio de la sal que hasta entonces había sido casi un monopolio de los Campas. Cualquier restricción de ese comercio crearía asimismo un resentimiento en las tribus del interior, ya que para abastecerse de este artículo tan necesario dependían de los mercaderes Campas. Todas estas razones fueron utilizadas por los curanderos [sacerdotes nativistas]con el fin de promover dificultades a los misioneros (Tibesar, 1981: 32-33).
Biedma, creyendo lograda la sujeción de los nativos, les había impuesto penosos trabajos, obligándolos a tener expeditas las trochas que conducían a las haciendas de la ceja de montaña y pueblos de las serranías, y empleándolos como cargueros en el tráfico comercial que implantó. Fácil es suponer lo mucho que padecieron los nativos en esos penosos trabajos, con cambios de clima intempestivos sin que los frailes tomaran en cuenta ninguna precaución. No sólo tuvieron que soportar terribles marchas por gélidas alturas,sino también insufribles hambrunas, cuyas consecuencias fueron mortales enfermedades.Un moderno historiador franciscano ha reparado en que el proceder de Biedma fue más que un simple error: No deja de ser un poco forzado -ha escrito- sacar a los habitantes de la montaña, habituados a un intenso calor, a las frigidísimas punas cercanas a Andamarca y Comas (Heras, 1975: 65). Pero varios otros franciscanos vieron una realidad muy distinta, hablando sólo de milagros: por amor a la religión -fue el criterio absurdamente elaborado- los nativos abandonaban la vida feliz que habían llevado hasta entonces, para cambiarla por una muy adversa, llena de padecimientos: El venerable padre Biedma, considerado el dedo de Dios en esta obra, no cesaba de alabar a la divina majestad, viendo a unos indios bárbaros, criados en ociosidad, teniendo en tierra el regalo que apetece a su rusticidad, en la abundante pesca de sus ríos, frutas de los montes, fáciles sementeras y que no aspiran más que a pasar alegremente la vida, exponerse a tantos trabajos y peligros para conseguir la salvación de sus almas (Amich, 1975: 63). La objetividad nos obliga a decir que poco importó a los Campas, apreciación extensible a la mayoría de grupos amazónicos, la salvación de sus almas según la prédica cristiana, pues advertidos los efectos de una dominación que no respetaba ni el límite fisiológico de los dominados, decidieron empuñar sus armas para recuperar su libertad.
La información franciscana dice que por ese tiempo se vio en la región a un indio viejo, que nadie conocía, el cual andaba por aquellos montes diciendo a los indios que aquellos padres traían las enfermedades, que sin duda morirían todos los que siguiesen su doctrina, que los despidiesen o los matasen, y se volviesen a su antigua libertad (Amich, 1975: 65). Ese y varios otros predicadores nativistas, llamados brujos, demonios o el común enemigo por los frailes, lograron convencer a Siquincho, curaca del Cerro de la Sal, para que apoyase la lucha contra los religiosos de Quimiri y de toda la montaña, deseando darles muerte (Amich, 1975: 73).
Y fue un curaca Campa del Perené, llamado Mangoré, el elegido para liderar la gesta libertaria, que empezaría con la destrucción de la reducción de Pichana, para luego hacer lo mismo en Sonomoro y Quimiri. Así, a la cabeza de algunos indios armados de arcos, flechas y macanas, Masngoré atacó el convento (de Pichana) el 4 de setiembre de 1674 y mató a flechazos al padre Izquierdo, su compañero y un muchacho, incendiando luego la iglesia que quedó reducida a cenizas (Raimondi, 1876: 209).
Mangoré y los suyos se embarcaron luego en el Perené, rumbo a Quimiri, encontrando a medio camino dos frailes, los que fueron eliminados de inmediato. Pero el 9 de setiembre, al entrar en esa reducción, el líder libertario fue emboscado y asesinado por conversos leales al fraile José de la Concepción. Fatal error de Mangoré fue presentarse solo, pues dejó a sus guerreros en las afueras. Estos advirtieron la desgracia viendo a los frailes disparar sus arcabuces, optando entonces por una prudente retirada. El informe de tales sucesos causó grave impresión en el presidente de las misiones, pues ordenó la evacuación inmediata de las reducciones de Sonomoro y Quimiri. Tendrían que transcurrir siete años para que los franciscanos se atreviesen a volver a esa región, y ello habría de ser obra del radical Manuel Biedma, utilizando métodos sumamente violentos, con los que él mismo labraría su perdición.

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VIDA Y MUERTE DE MANUEL BIEDMA, LIDER FRANCISCANO DE LA ACCION VIOLENTA

Hacia 1665 el criollo limeño Manuel Biedma, que vestía el hábito franciscano desde 1658, inició sus afanes de conquista en la selva central, cuyo epílogo sería trágico, tras diez años de infructuoso esfuerzo. El dejó para la posteridad valiosos testimonios escritos, en virtud de los cuales es factible conocer la ideología y estrategia que enarboló con el objetivo de alcanzar por cualquier medio la conquista. Como varios de sus conmilitones (fue tanto fraile como soldado), Biedma puso en duda la humanidad de los nativos de la amazonía, argumento necesario para la justificación aristotélico-cristiana de la conquista y la dominación. El solo hecho de que los nativos no viviesen a la usanza occidental le fue suficiente para consi- derarlos seres irracionales; y el que no conocieran la doctrina cristiana le sirvió de sustento para calificarlos de infieles, pasibles por tanto de ser sojuzgados por la fuerza. Con esa mentalidad redactó una Relación dirigida al virrey Melchor de Navarra y Rocafull, duque de la Palata, hablándole de la innumerable multitud de infieles, gente bárbara, que ciñen los inaccesibles montes y cerros de las montañas de este reino, que de verdad, señor, son por sus costumbres y modos de vivir poco menos que brutos; y aun algunos parecen pasar más allá de lo irracional en lo indómito de su fiereza y en la voracidad de su crueldad, pues viven sólo de matar y su mayor regalo y todo su sustento es comer carne humana y cebarse en la sangre de sus prójimos (Biedma, 1682: 91). Juicio que, sin embargo, contradijo según la conveniencia, por ejemplo al narrar el importante encuentro directo que se dio el jueves 18 de mayo de 1673, cerca del río Mazamirique, en tierra de los Campas, quienes lo recibieron con verda- dero calor humano, ignorando la mira que llevaba: oí los atambores, pífanos, flautas y danzas con que todos, mujeres y hombres, formaban varias tropas, diversamente vestidas a su usanza, para solemnizar el recibimiento y rendir obsequiosa obediencia en señal de lealtad y firme amor (Biedma, 1682: 103). Ese pacífico recibimiento pronto se tornaría en animadversión, al reparar los nativos en el verdadero objetivo de la invasión. Y, como correlato, el juicio de Biedma también cambiaría, al extremo de convertirse en un radical propagandista del uso de la violencia y el terror con tal de alcanzar la conquista. Antonio Raimondi, empero, lo llamó El Genio de la Selva. Y el erudito franciscano Antonio Tibesar lo cita como uno de los más grandes héroes de la misión, lógica conclusión de quien cree que la entrada de los frailes fue positiva para los grupos étnicos de la Amazonía.
De haber existido un testimonio proveniente de las naciones que Biedma pretendió someter, de seguro los calificativos hubiesen sido muy distintos. Porque los llamados misioneros no sólo se adentraron en la amazonía llevados por el ideal de propagar el cristianismo, sino que, como repetidamente citaron en sus propios escritos, tuvieron por objetivo principal lograr dominio sobre tierras y hombres, con el establecimiento en la Amazonía de latifundios similares a los de la costa y sierra, para usufructo de religiosos y civiles, imponiendo a los nativos la servidumbre, continuando además la búsqueda de fabulosos reinos como el Dorado, el Enim y el Paytiti, creyendo que en ellos hallarían a los últimos Incas con sus tesoros de metales preciosos. Desde su primera incursión en tierra de los Callisecas o Schipibos del Ucayali, en 1665, Biedma -lo confesaría con lujo de detalles- tuvo por motivación prioritaria la búsqueda de esos míticos reinos. En su citada Relación narró que se hubo entonces otro cautivo adulto, que con las especiales e individuales noticias que daba de su nación avivaba los espíritus, siendo espuela al más tibio; a mí por lo menos lo fue y desde entonces me abrazaba el fervoroso deseo de descubrirlo, sacando al dicho indio a Panataguas. En el pueblo de San Buenaventura de Tulumayo, asistiendo el día del Corpus en la procesión solemne, hizo reparo en una hermosa custodia que llevaba el sacerdote en sus manos, quien advirtiendo el alboroto que tenían los demás indios con el recién venido por lo que informaba y decía, acabada la procesión le hizo llamar inquiriendo la causa del desasosiego que tenía, (y) dijo el indio que en su tierra rendían vasallaje muchas y diversas naciones (a un gran señor), el cual traía en la cabeza y se coronaba con una diadema de rayos de oro, a manera de la que el padre traía en las manos. Llamaban al gran señor, unos Gabeinca (Cápac Inca), que quiere decir el poderoso Inca; otros le llamaban Pachemama (Pacha Cámac), que quiere decir el dueño y señor de la tierra; otros le llamaban el rey Enim, atribuyéndole el dominio de las aguas, de donde toma su denominación el gran río Ene, cuyas aguas pasan rindiendo la obediencia y besando por ambas orillas las faldas de dos tan famosos como suntuosos pueblos, que a la verdad no son sino ciudades, que está una frontera de otra a manera de fuertes castillos para que no pase otra cosa por el río sin el examen de sus ministros. El un pueblo se llama Picha, que está a la banda izquierda del río; y a la mano derecha el otro; Masarobeni o la ciudad donde habita el rey, que está pasadas las dichas dos poblaciones, es tan grande que un día entero no se puede andar(lo) y algunos dicen en tres. Vióla un religioso llamado fray Gaspar de Vera, predicador, religioso de toda verdad, gran ministro del santo evangelio y de virtud conocida... Este siervo de Dios vio por sus ojos desde la falda de la cordillera la dicha ciudad que decía era una nueva Sevilla, cuyos edificios y torres daban claras muestras probando con evidencia la soberanía y grandeza de la majestad de su dueño; no pudo por entonces arrojarse adentro, porque no convenía ni tenía orden para ello (Biedma, 1682: 96-97). Repárese que nuestro buen misionero, sólo unos párrafos después de calificar a los nativos de salvajes, acusa crédito a la existencia de una civilización que habría tenido sede muy al interior de la selva, al punto que hasta por dos veces incursionaría en su búsqueda, lamentando no haber llegado a descubrirla por la fragosidad del territorio.
Biedma creyó a plenitud en la existencia de un reino donde abundaba el oro, citando como sus tributarios a varios grupos que citó en esta alucinante descripción: Sírvese el dicho rey con vajillas de oro, los platos hechos en forma de mates, el palacio donde vive le adornan hermosas colgaduras de plumas, que siendo de diversas aves de varios y hermosísimos colores sobre paños de algodón, entretejidas curiosamente, forman exquisitas y singulares labores y bordados, que sirven de materia a la admiración y de deleite a la vista. Los materiales le ofrecen a manera de tributo las naciones que le reconocen señor, porque unas pagan tributos en plumas y pajaritos muertos que le ofrecen en unas petaquitas curiosamente labradas de juncos y carrizos, que las he visto varias veces; otras en oro, por ser tierra de él y tenerle en abundancia; otras lo dan en flechas y de esta suerte tiene distribuida y determinada la materia del tributo según la diversidad y poder de las naciones y vasallos. Las provincias que le tributan, de que tengo ciertas y casi palpables noticias, son los Omaguas, Camaguas, Conibos, Campas, Camparites, Tomeri, Sagoreni, Pisiatari y los bravos Araquirianos y Apererianos y la gran nación de los Trabas, que confinan con los españoles que hacen entradas por la tierra de arriba, y otras muchas naciones que no pongo por no tener la certeza... Cuando fui prelado, aunque indigno, de la conversión de Panataguas, hice entrada dos veces solicitando descubrir esta nación, y aunque caminaba hacia el sur, que es adonde caen respecto de los Panataguas, nunca pude dar con ellos, porque la aspereza de aquella parte es mucha y la serranía dobladísima (Biedma, 1682: 97-98).
Para avalar sus convicciones sobre la existencia del gran rey Enim o poderoso Inca, Biedma citó que similares noticias fueron recogidas por los frailes Esteban de las Heras y Francisco de Ojeda, y por el licenciado José Angulo, cura de la doctrina de San Miguel de Ipabamba, cerca de Tambo. Ellos habrían tenido noticia del gentío que está a la otra parte de la cordillera y del Inca o rey Enim... y que era tan cierto lo del rey como lo era estar allí (los) que nos hallábamos presentes, y que a él le había enviado a llamar (el cura Angulo) tres y cuatro veces...; y para que lo oyésemos de los indios hizo llamar algunos que eran recién llegados de la tierra adentro, y decían (lo mismo), y no acababan, y ponderando el gentío cogían puñados de tierra diciendo; 'así hay de gente que viven juntos en un pueblo muy grande'. Hablaban y decían lo mismo y con las mismas circunstancias que esos otros que vinieron a Santa Cruz del Espíritu Santo a vernos (Biedma, 1682: 163).
Existe otro informe de Biedma que lo muestra como adherente de la justificación aristotélico-cristiana que portaron desde un principio los españoles para someter a las poblaciones nativas: Y la gente de aquellos parajes -escribió en referencia a los grupos que vivían al interior del Cerro de la Sal- debía ser conquistada y encomendada, sobre la opinión de Aristóteles que asienta (que) puede cualquier príncipe reducir por fuerza a poblado a semejante gente que vive esparcida sólo porque gocen de la vida sociable y racional en que Dios los creó (Carta al padre Félix de Como, Comas, diciembre 23 de 1685). Repárese en las palabras encomendada y reducir. Biedma, que para entonces había ya experimentado varios reveses, reclamaba para la selva la implantación de encomiendas y reducciones, como las que se establecieron en la costa y sierra. Y en su radicalismo reclamaba al superior de su orden solicitar al rey la toma del Cerro de la Sal en conquista militar, por ser ése un sitio estratégico para el dominio de la región: El Cerro de la Sal, padre nuestro reverendísimo, es un sitio que dista de Chanchamayo o Quimirí tres o cuatro días. A dicho sitio acuden a sacar sal, que llevan por el río en muy grandes balsas mucha gente de la tierra adentro... Si Su Majestad tomara posesión de dicho sitio... se pudiera por allí ganar muchas más almas, y fuera un freno total a toda la tierra y medio para que todos se redujesen y estimaran y guardaran las vidas de los ministros (frailes), si hubiera orden de que no cargasen sal sino viniesen con letras de los ministros de adentro y esto, si lo quisiera Su Majestad, pudiera encargarlo a algún particular que tuviera a dicha la merced (ibídem).
En otra comunicación dirigida al comisario general de los franciscanos en el Perú, insistió Biedma en la necesidad de apoderarse en monopolio del comercio de la sal, pues consiguiéndolo -expuso con pasmosa lógica- no les quedaría a las poblaciones nativas más alternativa que someterse o morir: El medio que yo hallo más fácil para recoger, no sólo las almas que tenemos reconocidas sino muchas más y que asegurará la conversión, conservando los ministros y nuestra santa ley, era que se cogiese el Cerro de la Sal por parte del rey, o que se diese a algún particular por conquista o por encomienda, y situándose con gente española no se diese ni permitiese sacar sal a los infieles si no llevasen papel de nosotros los ministros de por acá...; parece que de esta suerte o habían de perecer o juntarse donde les señalasen... y vivirían siempre rendidos (Carta a Félix de Como, Andamarca, 25 de marzo de 1686).
Habló asimismo de la necesidad de que civiles españoles (peninsulares o criollos) plantificasen haciendas en la región, con suficiente fuerza armada como para imponer el terrorismo. Son palabras del propio Biedma: es necesario ministros de espíritu y robustez, que se dediquen a ir (en busca de los nativos) con algunos hombres, sacándolos de las quebradas y montes, quemándoles las casas para que no tengan tanta facilidad de volverse... Sería de más permanencia de que procurase situar en estos principios algunos españoles que quisiesen fundar algunas haciendas, o de azúcar, o de cacao, o tabaco, que en teniendo raíces se asegurasen, y desde sus haciendas, sin vivir con ministros e infieles, fueran terror de éstos y resguardo de los otros (ibídem).
Para los grupos nativos, el Genio de la Selva, el héroe de la misión, exigía encomiendas, mitas, reducciones, tributos, cristianización forzada, es decir, la dominación en todas sus facetas. Y para quienes luchasen por impedirla, proponía la quema de sus aldeas y la imposición del terror. Biedma se hizo así cada vez más odiado por gentes a las que en sus últimas misivas calificó de fieras casi irracionales, sabiendo que planeaban atentar contra su vida. Aduciendo haber descubierto una conjura, en la que coligaba a las naciones asentadas a las márgenes de los ríos Ene y Perené, no vaciló en demandar armas de mayor poder mortífero, para aterrorizar a quienes se resistían: Lo de arcabuces con cuerda, bueno -escribió-; es mejor escopetas por acá, aunque algunas pistolas es muy bueno y de menos peso y volumen. Si se lograra traer los dos pedreros, que dice vuestra reverendísima, fuera cosa grande que atemorizará toda la tierra (Carta a Félix de Como, Sonomoro, 13 de abril de 1687). Las últimas líneas citadas nos dan a entender que el comisario general de los franciscanos había sido persuadido para emprender la conquista a sangre y fuego, impropia de la prédica cristiana.Y en su última carta Biedma, haciendo notar la desatención de la autoridad virreinal, recomendó el reclutamiento de indios Panatahuas para enfrentarlos a los que se resistían a ser sojuzgados: para excusar gastos de soldados y contingencias de desampararnos, que hoy se querían ir cuatro de los seis que nos asisten, se me ofrece que vuestra reverendísima mandase traer doce familias de los indios de Panataguas, que ya son soldados, lindos tiradores de escopeta... Pondere vuestra reverendísima, con su santo celo y talento, este punto que hoy es el más esencial, porque ni tenemos soldados ni cuado los hay son de permanencia (Carta a Félix de Como, San Buenaventura, 22 de abril de 1687). Fue ésa su última propuesta, pues poco después, al entrar en territorio de los Piros, fue muerto junto con todos los que lo secundaban.

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EPILOGO

Finalizando el siglo XVII los españoles habían fracasado en sus múltiples afanes por dominar a los garupos étnicos de la selva central del Perú. Los últimos reveses los sufrieron en 1691, cuando por comisión del virrey Conde de Monclova, el fraile Domingo Alvarez de Toledo, con una escolta de soldados comandada por José Ames, fue impedido de alcanzar el Cerro de la Sal; y en 1694, año en que los Campas arrasaron la reducción de Huancabamba, dando muerte al cura Blas Valero y a los frailes Juan Zavala y Francisco Huerta, este último nada menos que presidente de las misiones franciscanas del Perú. A ello se sumaría, principiando el siglo XVIII, el alzamiento de los Panatahuas de las montañas vecinas a Huánuco, que destruyendo la reducción de Tulumayo dejaron como frontera la localidad de Cuchero. Esos movimientos presagiaban una lucha de mayor envergadura, cuyo pico más alto, después de la lucha liderada por el Campa Ignacio Torote en 1737, fue la victoriosa epopeya libertaria que acaudilló entre 1742 y 1756 Juan Santos Atahuallpa, quien captando la adhesión de casi todas las naciones de la selva central, logró liberar esa región del dominio colonial español.

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* Nos dicen que somos ociosos, salvajes... 7. Mensaje del Jefe de la Comunidad Asháninca de Ariveri. Traducción por Abel Chapay. Publicado por Jane de Alencar y Walter Yancan en Amazonía Peruana, Revista del Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica, vol. I, N° 2. Lima. 1977

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